En Suecia hace un frío horroroso, pero horroroso de verdad, y tienen algo así como 7 minutos de sol al día durante 10 meses al año. Con esas condiciones de vida, las alternativas son tres: montar muebles de Ikea como si no hubiera un mañana, beberte hasta el Mistol para entrar en calor, o escribir novela negra, porque francamente el ánimo no está para novelas de amor, que hay que desnudarse. Pero está bien, han salido como hongos, pero hay que reconocer que a los nórdicos se les da bien esto de la novela negra. (Dejo para otro post mi opinión de los libros 4 y 5 de la saga Millenium).
Henning Mankell creó al detective Wallander, todo un soplo de aire fresco en comparación con los equivalentes americanos, de mirada intensa y alma torturada. Wallander era real, estaba gordo, su mujer le había dejado, pero no en plan femme fatale, sino de un modo normal, como se divorcia todo el mundo. En fin, que era un personaje creíble, y resolvía los misterios como debe ser, con mucho trabajo de campo y capacidad de deducción y por supuesto, sin montar una matanza en el camino.
En un momento dado, el autor decidió que ya estaba bien y premió la labor del esforzado detective, con diabetes y Alzheimer y en su lugar, colocó a su hija. No cuajó y Mankell dejó de escribir durante unos años para dedicarse al activismo político pro-palestino, que es un hobby como otro cualquiera.
Y de repente publica BOTAS DE LLUVIA SUECAS, y una vez más me dejo engañar por los genios que escriben las contraportadas y me venden un supuesto misterio de casas en islas remotas, que arden espontáneamente con o sin bicho dentro. Una de ellas, es la de un médico retirado viudo, más raro que un perro verde.
Pues eso, que al hombre, que vive como el abuelo de Heidi, en una casa dejada de la mano de Dios en una isla donde el viento se da la vuelta, le queman la casa hasta los cimientos con él dentro y se salva de milagro. Y toda su obsesión es comprarse unas botas de agua, porque las suyas se han quemado, y tienen que se suecas, porque las cosas hechas en China ya se sabe que son una porquería. Y el viejo se pone super pesado con las botas y entre medias interactúa con una peña rarísima, o que igual allí en Suecia son de lo más normal por lo que he dicho del frío y los muebles de Ikea, pero que aquí estarían encerrados o por lo menos vigilados muy de cerca por la familia.
Porque está el cartero jubilado que resulta que canta ópera y es un cotilla, y la hija, que el protagonista se enteró de que la tenía cuando la moza tenía casi 40 años, porque la madre, no se sabe muy bien porqué, no consideró conveniente compartir esa información con su marido (y luego yo me quejo de que mi marido y yo no hablamos). La hija tiene un trago, porque el padre no sabe a que se dedica y finalmente averigua que es carterista en París (de las que roba carteras, no las hace). También anda por ahí una periodista treintañera que cubre los incendios inexplicables y de la que se enamora el protagonista, que total solo le saca 40 años (si le funcionó a la Duquesa de Alba....) y la persigue de un modo sonrojante y ella le rechaza con una brusquedad que haría batirse en retirada al Séptimo de Caballería. Pero en Suecia son inasequibles al desaliento. (Que le digan a Alfredo Landa como se las gastan la suecas)
En definitiva, que quién provocase los incendios es irrelevante, lo que hace a este libro único y afortunadamente irrepetible, es la fauna que lo puebla, que tiene un trago.
Lo volvería a leer, no. Lo habría leído si lo hubiera sabido, posiblemente, soy masoca. Pero no lo recomiendo. Mankell escribió cosas muy buenas antes de morir, esta no es una de ellas.
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